"TU FE TE HA SALVADO, VETE EN PAZ" Lc 7, 50

    Pastoral Educativa                           


Querida comunidad educativa:

Muy buenos días… Hoy se conmemora el día del profesor y del psicopedagogo. Saludamos en su día a los profesores, profesoras y a las Psicopedagogas de nuestra institución en su día. Hoy especialmente les queremos agradecer por su trabajo cotidiano. Nos unamos hoy en oración para pedir por quienes realizan estas tareas tan especiales… Dios los bendiga y acompañe en su labor.

 

Nos ponemos en presencia de Dios para comenzar la oración de hoy.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.


Lectura del Santo Evangelio según San   Lucas 7, 36-50

En aquel tiempo, un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa. Una mujer de mala vida en aquella ciudad, cuando supo que Jesús iba a comer ese día en casa del fariseo, tomó consigo un frasco de alabastro con perfume, fue y se puso detrás de Jesús, y comenzó a llorar, y con sus lágrimas bañaba sus pies; los enjugó con su cabellera, los besó y los ungió con el perfume.

Viendo esto, el fariseo que lo había invitado comenzó a pensar: “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando; sabría que es una pecadora”.

Entonces Jesús le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. El fariseo contestó: “Dímelo, Maestro”. El le dijo: “Dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Cuál de ellos lo amará más?” Simón le respondió: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”.

Entonces Jesús le dijo: “Has juzgado bien”. Luego, señalando a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besar mis pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por lo cual, yo te digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama”. Luego le dijo a la mujer: “Tus pecados te han quedado perdonados”.

Los invitados empezaron a preguntarse a sí mismos: “¿Quién es éste que hasta los pecados perdona?” Jesús le dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”.


Palabra del Señor

 

En el Evangelio  encontramos tres actitudes. Una, la del que invitó a Jesús a su casa, con otros invitados, son actitudes del que juzga, lleno de prejuicios, del que discrimina; actitudes de éste que invitó a Jesús que nos duelen, porque son de dureza, crean distancia, se ponen por encima de los otros, actitudes que expresan corazones cerrados, seguros de sí mismos, imposibles de gozar lo gratuito. Nos recuerdan, por su semejanza, a aquel hermano mayor del hijo pródigo, que no quiso alegrarse con el regreso de su hermano.

 

Una segunda actitud es la de la mujer pecadora, atenta al paso de la misma misericordia, esta mujer va en busca de su encuentro con la misericordia, sin hacerse notar, carga no sólo sus pecados, que llevan el llanto, la tristeza y el dolor de la ofensa infligida, carga también la belleza y hermosura de los perfumes de la vida verdadera y no teme derramarlos a los pies de Jesús. Ella se acerca con humildad, en silencio, seca los pies del Maestro, sintiéndolo cercano y accesible, se hace cercana ella al infinito, a quien puede ungir y hasta llegar a besar ahora con un corazón puro, limpio y nuevo.

 

La tercera actitud es la de Jesús. Él se hace huésped de todos, porque a todos vino a dar vida, y por eso va a casa del fariseo, comparte con todos los invitados, y también se deja tocar por la mujer pecadora.

 

El Evangelio que hemos escuchado nos abre un camino de esperanza y de consuelo. Es bueno percibir sobre nosotros la mirada compasiva de Jesús, así como la percibió la mujer pecadora en la casa del fariseo. En este pasaje vuelven con insistencia dos palabras: amor y juicio.

Está el amor de la mujer pecadora que se humilla ante el Señor; pero antes aún está el amor misericordioso de Jesús por ella, que la impulsa a acercarse. Su llanto de arrepentimiento y de alegría lava los pies del Maestro, y sus cabellos los secan con gratitud; los besos son expresión de su afecto puro; y el ungüento perfumado que derrama abundantemente atestigua lo valioso que es Él ante sus ojos.

Cada gesto de esta mujer habla de amor y expresa su deseo de tener una certeza indestructible en su vida: la de haber sido perdonada. ¡Esta es una certeza hermosísima! Y Jesús le da esta certeza: acogiéndola le demuestra el amor de Dios por ella, precisamente por ella, una pecadora pública. El amor y el perdón son simultáneos: Dios le perdona mucho, le perdona todo, porque «ha amado mucho»; y ella adora a Jesús porque percibe que en Él hay misericordia y no condena. Siente que Jesús la comprende con amor, a ella, que es una pecadora. Gracias a Jesús, Dios carga sobre sí sus muchos pecados, ya no los recuerda. Porque también esto es verdad: cuando Dios perdona, olvida. ¡Es grande el perdón de Dios! Para ella ahora comienza un nuevo período; renace en el amor a una vida nueva.  (Homilía de S.S. Francisco, 13 de marzo de 2015).