LAS BIENAVENTURANZAS

  Equipo Pastoral 

 

Les compartimos la Palabra de Dios de hoy

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (5,1-12):

 

En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, hablándoles así:

“Dichosos los pobres de espíritu,

Porque de ellos es el Reino de los cielos.

Dichosos los que lloran,

Porque serán consolados.

Dichosos los sufridos,

Porque heredarán la tierra.

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,

Porque serán saciados.

Dichosos los misericordiosos,

Porque obtendrán misericordia.

Dichosos los limpios de corazón,

Porque verán a Dios.

Dichosos los que trabajan por la paz,

Porque se les llamará hijos de Dios.

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,

Porque de ellos es el Reino de los cielos.

Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos, puesto que de la misma manera persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes”.

                                                                                                                                     Palabra del Señor

 

Reflexionamos

 

Hoy vamos a reflexionar acerca de las bienaventuranzas:

Cada una de las Bienaventuranzas comienza con una promesa de felicidad y sigue con un enigma. Todas ellas comienzan prometiendo felicidad, que es lo que todo hombre desea más ardientemente. E inmediatamente intrigan con un enigma, lo cual también sirve a la finalidad de cautivar la atención despertando la curiosidad.

 

Mueven a reconocer humildemente la propia ignorancia... a preguntarse y a preguntar. De modo que habiendo despertado primero el deseo, se cautiva también la inteligencia poniéndola a cavilar... y a darse humildemente por vencida... y a preguntar lo que no se entiende... como los niños. Pues si no nos hacemos como ellos ante el Padre, nos quedamos fuera del paraíso filial.

 

La respuesta a estas ocho divinas adivinanzas con las que empieza Jesús su primer gran sermón sobre la Montaña es Jesús mismo, su vida, su corazón de Hijo..

 

La palabra de Jesús es cierta y verdadera. Firme como la roca en la que se ha sentado. El cielo y la tierra pasarán, pero su palabra, que los creó, no pasará. Este hombre tiene palabras de vida. Jamás ningún hombre habló como él. En sus labios nadie encontró engaño ni dolor. Vale la pena escuchar su palabra y ponerla en práctica.

 

Este es, pues, el comienzo del primer gran sermón de Jesús. Dicho sin parlantes ni grabadores. Me lo imagino allí, sentado sobre ese desnivel de la roca pelada. Sin almohadones. Deseoso de enseñar a los hombres verdades salvadoras de las que están tan necesitados, lo sepan o no.

 

Lo que Jesús viene a enseñar es lo que él vivió: a vivir como hijos, porque él vivió como Hijo. Es el Hijo eterno, hecho hombre. Vive en su humanidad lo mismo que en su divinidad. En la tierra vivió de cara al Padre tal y como vive en el seno de la Trinidad. Si como Verbo eterno es el eternamente engendrado por el Padre, en una generación sin principio ni fin. Como hombre también se experimenta así, engendrado. Sostenido en el ser de su naturaleza creada y glorificada y configurado a imagen y semejanza perfectísima del Padre. El que es eternamente Dios que se recibe de Dios, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, es, como hombre, también hombre que se recibe y es asemejado. Recibe el ser del Padre a cada momento, siempre y para siempre, el ser y la creciente semejanza.

 

Eso es lo que nos quiere enseñar. A vivir recibiéndonos del Padre como un don de su amor. ¿Qué tienes que no lo hayas recibido de Él? Siempre estamos en su presencia como niños que deben recibirlo todo. Si no nos hacemos como niños ante Él, no entramos en el Reino de los Cielos. Es decir no somos hijos, no tenemos comunión de vida con el Padre. Nos quedamos afuera del regocijo de su amor paterno. Ser hijo es tener un ser recibido como don de amor, que te hace imagen y te asemeja progresivamente al Padre. Y no hay felicidad mayor.